Confieso que cuando niña dejé morir mis gusanos de seda, por cobarde. La culpa me ha perseguido toda la vida. Ahora siento que es tiempo de decir mi descargo.
Estaba enferma y eran las vacaciones de invierno. En el fondo de la escuela había un gran árbol de morera, el único disponible en el pueblo para alimentar a las orugas. Mis compañeros entraban al patio cerrado con total confianza y llevaban las hojas necesarias para sus larvas; pero mis padres jamás hubieran entrado sin permiso a la escuela. Yo no podía levantarme de la cama, llevaba varios días con fiebre alta y de haberlo podido hacer, se que no hubiera desobedecido a mis progenitores hasta el punto de escaparme de casa, caminar casi un kilómetro hasta la escuela y entrar sin autorización para traer el alimento de las orugas.
Por varios días los gusanos comieron hojas de la higuera del patio del taller de mi abuelo, comían o no comían, pero no crecían. Al terminar las vacaciones mis gusanos eran delgados filamentos grises, mientras que los de mis compañeros eran vivaces orugas del grosor de un dedo. En poco tiempo, hicieron sus capullos y los míos murieron.
Sentí que había defraudado a la maestra y a mis compañeros, ellos me habían confiado los valiosos gusanos seguramente por mi fama de estudiante responsable, ignorando que mi responsabilidad tenía el límite de las normas familiares y que un portón cerrado era un límite infranqueable.
Obtuve una gran lección, aunque fueron necesarias varias víctimas para mi aprendizaje, además de las orugas y mis ilusiones de niña, mi incipiente dignidad como persona fue violentada.
Por varios días los gusanos comieron hojas de la higuera del patio del taller de mi abuelo, comían o no comían, pero no crecían. Al terminar las vacaciones mis gusanos eran delgados filamentos grises, mientras que los de mis compañeros eran vivaces orugas del grosor de un dedo. En poco tiempo, hicieron sus capullos y los míos murieron.
Sentí que había defraudado a la maestra y a mis compañeros, ellos me habían confiado los valiosos gusanos seguramente por mi fama de estudiante responsable, ignorando que mi responsabilidad tenía el límite de las normas familiares y que un portón cerrado era un límite infranqueable.
Obtuve una gran lección, aunque fueron necesarias varias víctimas para mi aprendizaje, además de las orugas y mis ilusiones de niña, mi incipiente dignidad como persona fue violentada.
Y aprendí que no siempre se debe obedecer ciegamente, que siempre es necesario evaluar los daños y que en algunas oportunidades es necesario violar hasta lo que consideramos sagrado para salvaguardar la vida y la dignidad.
Salma
El Reino de Seda, para ellos.
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