PRESENTIMIENTOS
cuento de José María del Rey Morató
escritor uruguayo, contemporáneo
Algo le hacía sentir a Isabel que su hijo no debía salir esa tarde.
Los demás intercedieron por él, era un simple encuentro
con sus buenos amigos de siempre. El hijo salió.
Cuando Isabel llega a la puerta de calle para darle un billete de quinientos pesos –«por cualquier cosa, no lo gastes en pavadas»–, su hijo ya no estaba. Sus amigos tampoco. Había venido hasta la puerta para darle un beso y alguna recomendación final, cuando se acordó de que había dejado la olla en el fuego; dio media vuelta y corrió a la cocina. Apagó la hornalla y volvió a la puerta de la casa. Mira bien, en todas direcciones, y comprueba que no están su hijo ni los amigos: no hay nadie. Se desconcierta. Entonces recuerda que su hijo no le había dicho cuáles de esos amigos eran los que vendrían a buscarlo, o le dijo y ella no lo escuchó, o lo escuchó y ahora no se acuerda qué fue lo que le habría dicho. Entra, sale otra vez y mira, y entra y se angustia, va a la cocina, mira la olla, se acuerda y vuelve a salir y mira otra vez, y decide, por fin, entrar.
Cierra la puerta y en eso ve, encima de la repisa donde se dejan las llaves, el celular de su hijo. Se le ocurre llamarlo, pero enseguida comprende que eso no tiene sentido, como tampoco lo tendría la idea de salir corriendo y tratar de encontrarlo. «¿Para dónde era que iban a ir, habrá llevado plata para poder volver o lo traerán de vuelta? No me dijo nada. ¡Estos chiquilines!» El hijo de Isabel tiene dieciocho años; para la ley es mayor de edad, aunque a veces parece que se quedó en los quince años. Los buenos amigos de siempre juran y perjuran que aquel día nunca se encontraron con el hijo de Isabel.
Cuando suena el celular –el celular de su hijo– Isabel escucha la voz de alguna persona que lo llama y ella contesta y pregunta, pero nada. Otros dejan un SMS. Pero nada más que eso. A medida que se fue corriendo la voz de lo que pasó, o no pasó, o pudo haber pasado, o a ella se le ocurre o dice que algo le había hecho sentir…el celular suena cada vez menos. Tal vez su hijo nunca llegue a madurar y permanezca, para siempre, en esos dieciocho años.
Tiempo después podría imaginarlo como un muchacho de veinticinco años y, más adelante, como un hombre de treinta.
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Salma